Fue una de esos momentos en los que la conversación invita a
más conversación. “Noches de barra libre” reímos cuando lo comentamos.
Sólo faltaba el humo del tabaco en aquel bar de las afueras,
del resto lo tenía todo: Sonny Boy de fondo en una versión sucia con The
Yardbirds, copas baratas, un murmullo que ocultaba nuestras estupideces y una
bonita camarera “Entre guarra y porcelana” dijiste casi doblado y teniendo la
temeraria precaución de soltártela cuando ella estaba cerca.
-Bah, bah, no me lo creo.
-Que sí hombre –me sinceraba a carcajadas- fue ella antes
que la mano.
Y tú encima de la silla, maldito cabrón, aplaudiendo
mientras derramabas el ron con fanta entre todos los del alrededor.
-No me habré matado yo a pajas antes de que me pagarais la
puta. –sentándote y dando un enorme trago.
-Hombre, el párkinson de tu mano derecha estaba haciendo
estragos en ti.
No me habré reído desde entonces recordando aquella
conversación plagada de nostalgia y confesiones, un poco de humor pero no más
refinado que cuando teníamos 18 años y te acompañamos a ver a “la Rafa”, mitad
mujer, mitad engendro.
-Que le mandé un ramo de rosas y todo, tío. -dijiste
socarrón.
-¿En san Valentín?
-No, no, tío, por carnaval…
No pude soportarlo y me caí de la risa a un costado. Qué
habría de verdad en todo aquello aún me lo pregunto. La camarera ya comenzaba a
estar harta de nosotros y los de alrededor empezaban a irse en nuestras tres de
la madrugada, a las 8 de la mañana, como desaparecen los cigarros de la
cajetilla. Los dos con el mono de tabaco engañándonos con ron o lo que cayese
al lado.
Sonaba Slow Walk en instrumental cuando la camarera solicitó
amablemente que nos largásemos de una puta vez. Te dio su número de tres cifras,
el 091, que te dejó más contento que un niño huérfano tras ser adoptado.
No llegamos a cruzar la calle y en el mismo banco frente al
bar nos quedamos dormidos. Nos despertó la policía con un comentario sobre que
ya éramos mayorcitos y sin decirnos ni adiós nos piramos cada uno en su cuesta
arriba a casa.
Una vez allí, por alguna extraña razón, me imaginé durmiendo
en el techo. Vomité y me fui a la cama. Miré mi mano derecha y terminé la noche
perdiendo la virginidad conmigo mismo, de nuevo, como quien con 14 años
descubre una diosa en la portada de una revista.
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