Le llamaban Doc. Todos lo reverenciaban. A mí no me parecía gran cosa.
-¿Dónde estoy? – pregunté abriendo los ojos y recibiendo el impacto de
una terrible luz blanca proveniente de un foco en el techo. Era tan intensa que
apenas conseguía acostumbrarme a ella.
-Hola, veo que ya estás despierto –dijo una voz que situé a mi costado-
Pues en el caso de que estés en algún sitio, si
es que realmente estás, te diré que me temo que te encuentras en el
infierno. Si me lo permites, te mostraré nuestras instalaciones.
Era un hombre de unos cuarenta años pero lucía un cabello canoso y
peinado con elegante pulcritud hacia atrás, en una coleta de dos dedos en su
nunca. Me ayudó a incorporarme y poco a poco fui recobrando el sentido de
espacio y de tiempo. Me sentía terriblemente cansado, como si me hubiese pasado
un tren por encima.
La habitación era la típica de un hospital, sin embargo reinaba un
silencio extraño. No había enfermeros por ninguna parte y por los pasillos no
nos cruzamos con nadie.
-Bien, esta es la “Unidad de Suicidios” –me informaba aquel hombre
mientras me acompañaba a través de los distintos corredores- Aquí es donde
recibirás tu tratamiento.
Regresamos a la que al
parecer era mi habitación y aquel señor
tan amable tomó la ficha con mi medicación de la carpeta que había a los pies
de la cama.
-Mmm… -murmuró negando con la cabeza- Me parece que ha habido un error.
Debías haber llegado unos minutos antes…
-El tren se retrasó –indiqué- Atropelló a una vaca, a unos dos kilómetros
de la estación.
-¡Ah! –Asintió cerrando la carpeta y mostrando una sonrisa en los labios
que expresaba una dulce y elegante satisfacción- Entonces, todo correcto. Pasaré por la sección de
zoología a ver qué tal le va al animal. –Se dirigió a la puerta dispuesto a
marcharse.
-¡Espere! ¿Y usted quién es? –Le pregunté.
-Ah, espero que perdones mis malos modales. Aquí soy el jefe. Soy el Dr.
Fallen pero puedes llamarme por mi nombre: Ángel. Espero que su estancia aquí,
sea cuanto menos… inspiradora.
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